La serie de fotos de Ros Postigo en torno a la picantería arequipeña a inicios del siglo XXI está llamada a perdurar. Se trata de un trabajo pionero: por vez primera, una profesional de la fotografía se detiene a registrar de manera sistemática y con la sensibilidad y el rigor debidos una de las prácticas culturales más antiguas y significativas de la mestiza Arequipa: la tradición picantera. La ayudan para ello, sin duda, su condición de mujer – formada desde la niñez en la valoración de las picanteras, la chicha y los picantes -, y el aprendizaje profesional, marcado por una saludable distancia de lo propio que le ha permitido, nostalgia de por medio, valorarlo en una no por emotiva menos exacta dimensión.
Su trabajo es, en conjunto, pionero, pero tiene antecedentes parciales que merecen señalarse. Algunos fotógrafos arequipeños han abordado el tema por razones de reportaje periodístico, como Miguel Zavala Delgado, quien hizo para la desparecida edición regional de Caretas fotos de indudable calidad y valor documental. Otros – Juan Manuel Martínez Arróspide y Hermann Bouroncle, entre los más destacados – han realizado trabajos puntuales para ilustrar libros dedicados a la cocina picantera. Y se da también el caso de algunos fotógrafos profesionales o aficionados, locales o extranjeros, que han hecho eventuales registros de detalles o de rostros inolvidables, pero sin articularlos en una serie como la aquí propuesta.
Si nos remontamos en el tiempo, el panorama resulta aún más difuso. La picantería no parece haber sido un tema que interesara de modo particular a los pioneros ni a los grandes maestros de la fotografía arequipeña que sobresalieron entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX. Ni Max. T. Vargas o Emilio Díaz, ni los hermanos Vargas han dejado un registro de las picanterías de su época que sin duda frecuentaban (o, al menos, aún no se conocen esas placas), como abundan en cambio los oleos y las numerosas acuarelas alusivas de artistas como Jorge Vinatea Reinoso, Víctor Martínez Málaga, Manuel Domingo Pantigoso, Teodoro y Alejandro Núñez Ureta, cuya impronta se advertirá más tarde en la obra de Luis Palao Berastain, Mauro Castillo y otras destacadas figuras.
Puede, al respecto, intentarse algunas explicaciones. La primera seguramente tiene que ver con las famosas leyes de la oferta y la demanda: no había mercado ni prensa interesada en vistas o postales con imágenes de las picanteras o de sus concurridas picanterías. Algunas pocas señoras debieron dejaron por un momento los mandiles y concurrir con sus familias y sus mejores galas a los estudios fotográficos de la época para encargar el retrato de rigor, pero nada más. De otro lado, en medio de la bohemia de la tarde picantera acaso era más fácil el apunte tomado al vuelo por el pintor en trance, para luego desarrollar la obra en el taller, que la instalación in situ de las aparatosas cámaras de fuelle con sus precarios trípodes y sus placas de vidrio en medio del alboroto de comensales y potajes, además del tenebrismo de las cocinas y de otras dificultadas logísticas o conceptuales. Sólo Martín Chambi lograría más tarde algunas imágenes memorables en las picanterías del Cuzco y al parecer unas pocas en la misma Arequipa donde aprendió el oficio.
En cualquier caso, de las llamadas “fotos artísticas” inexistentes (o desconocidas) de las picanterías de Arequipa en aquellas primeras décadas de auge fotográfico, pasamos a la realidad tangible de las fotos ocasionales, domésticas o periodísticas, hechas con las primeras cámaras portátiles que fueron apareciendo más tarde. Surgen años después los antecedentes parciales mencionados y así llegamos al actual aluvión de fotos instantáneas, que aparecen y desaparecen en el vértigo de lo virtual cuando no logran ser retenidas en algún otro soporte.
Da la impresión, pues, que la picantería arequipeña, ahora en pleno resurgimiento, estaba esperando desde los tiempos de Daguerre que alguien se detuviera a hacerle tranquilamente un primer registro fotográfico integral. Y he aquí que aparece Ros Postigo. La primera virtud de su trabajo radica en una impecable relación con la luz natural que allí se posa y que de allí emana. Su apuesta pionera ha querido también captar en la amplitud de la mirada el panorama y el detalle, lo permanente y lo fugaz, la suculencia y la desolladura, atando cabos y enlazando fibras para ofrecer una cabal perspectiva de la compleja práctica picantera, en esta primera entrega llamada a convertirse en un proyecto aún mayor.
Alonso Ruiz Rosas